“He comprendido”, dijo J. J. con gran firmeza, “que Dios me acepta a mí tal como soy. No me exige que cambie para amarme”. Y añadió: “Me doy cuenta de que yo, en cambio, no estoy haciendo lo mismo con los demás”.
“En consecuencia”, concluyó J. J. con admirable resolución, “en este momento acepto a mi hija tal como es, y la amo sin exigirle que cambie”.
“Yo, por mi parte,” añadió a esto R. P., “me he dado cuenta, en este momento, que no tengo derecho a rechazar a mi hijo porque hizo algo que yo desapruebo”.
“Si el Señor me ha perdonado a mí, yo voy hacer lo mismo. Iré a casa de mi hijo, lo perdonaré, y conoceré a mi nieto…”
Yo estaba presente cuando estos dos hombres dijeron esas frases. Yo presencié esos milagros de sanación y reconciliación.
Pensé que ellos eran dos hombres valientes.
“Hace falta coraje para ceder. Hace falta valor para perdonar”, me dije a mí mismo.
Hoy veo claramente algo más. Veo que su coraje y su valor son sólo los efectos. La causa era esta: ellos habían tocado al Señor, y en consecuencia del Señor salió una fuerza que los curó.
A uno le cambió su intransigencia en tolerancia. Al otro le transformó su rencor en amor. Y ambos, con gran paz y alegría, dieron gracias a Dios con lágrimas en los ojos.
El evangelio de hoy (Marcos 5, 21-43) nos narra el caso de una mujer que sufría, desde hace hacía doce años, de una constante hemorragia.
Ella había gastado todo lo que tenía en tratar de curarse, pero “en vez de mejorar, se había puesto peor”.
Oyó hablar del Señor, y, acercándose a Él, le tocó el manto diciéndose: “Si le toco siquiera la ropa, me curo”.
Y así sucedió. El mismo Señor sintió que de Él “salió una fuerza” que la curó. Y al saber quién lo había tocado, le dijo: “Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz, y sigue sana”.
Cuando usted oiga en misa este evangelio, fíjese en un dato interesante. Cuando la señora tocó al Señor, Él preguntó quién le había tocado.
Pero resulta que Él iba “en medio de una muchedumbre que lo apretujaba” (Marcos 5, 24).
San Agustín dice: “Muchos lo apretujan, pero sólo esta toca”.
Y toca con fe. Lo mismo que hicieron J. J. y R. P.
El resultado fue el mismo. Los tres quedaron curados. No sé qué será más difícil de curar: si una hemorragia de sangre, o la intransigencia, o el rencor. Lo que sé es que el Señor está vivo hoy.
Que igualmente hoy, hay mucha gente que lo apretuja, y sólo algunos pocos lo tocan.
Y también sé que el que toca con fe al Señor, al quedar curado, recupera la paz y la alegría.
La pregunta de hoy
¿Qué significa “tocar al Señor”, y cómo puedo lograrlo?
He visto personas que se acercan a las imágenes y las tocan. Eso no es tocar al Señor.
Una forma en la que muchas personas hemos vivido la experiencia de tocar al Señor está en Mateo 6, 6: “Entra en tu cuarto, y después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allá, en lo secretoÖ”
Ojalá pueda vivir esa experiencia en lo secreto. Le aseguro que no hay nada comparable.
Y es bueno acudir a Él con una necesidad específica y con la confianza de que Él puede ayudarlo.
Eso fue lo que hizo la señora con la hemorragia, ¿lo ve usted? Necesidad específica: su hemorragia, y confianza: “Si le toco siquiera la ropa, me curo”.
Si tiene usted ahora mismo una necesidad que no puede solucionar solo, acuda al Señor con confianza. Entre en su cuarto, cierre la puerta, y Él, en lo secreto, lo ayudará.
Él fue quien dijo: “Vengan a mí los que se sientan rendidos y agobiados, que yo los aliviaré”. (Mateo 11, 28).
Toque al Señor con fe, y de Él saldrá una fuerza: la fuerza que usted necesita.